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miércoles, 17 de junio de 2009

“Para el gobierno, nuestros niños son solamente números”


Martha y Roberto narran su tragedia, demandan justicia y no votarán


Hermosillo, Son., 16 de junio. Martha Lemas Campuzano entrega la foto de su hijo y dice: “Quiero darle rostro a Santiago, que quede claro que son niños, no un número como lo son para el gobierno, no mercancías como lo son para los dueños de la guardería”.
Martha y su esposo, Roberto Zavala Trujillo, vieron morir a su primer hijo, de una semana de nacido, en octubre de 2005. Luego de esa pérdida pusieron todo su empeño en el nacimiento de Santiago. “Ahorramos para una clínica particular, fue un niño muy deseado, todo con él era una fiesta.”
En octubre del año pasado, Martha entró a trabajar y una de sus compañeras la convenció de visitar la guardería ABC, aunque al principio ella no confiaba en las estancias del IMSS. Le pareció maravillosa. No estaba para saber el riesgo que significaba la bodega adjunta, ni el que representaban el poliuretano espreado y la lona en el techo. “La vi maquilladísima y las maestras eran muy buenas. Qué me iba a imaginar.”
El sábado pasado Roberto cimbró a los asistentes a la marcha por los niños muertos: “Yo tengo la culpa por confiar, yo tengo la culpa por pagar mis impuestos, yo tengo la culpa por ir a votar, yo soy el responsable de la muerte de mi hijo”.
Los marchistas no fueron los únicos impactados: “Yo, que soy su esposa, no lo conocía hablando así”, dice Martha. Roberto tampoco se la cree, porque se asume tímido para expresarse en público. No lo parece cuando narra, paso a paso, su parte en la tragedia del 5 de junio.
Ese día le correspondió a él ir por Santiago a la guardería. Salió de su trabajo en la planta Ford (“la mejor del mundo”, según el Instituto Tecnológico de Massachussetts) a eso de las 14:15. Desde ahí, a unos cinco kilómetros se veía la humareda. Cuando se acercó en su carro y vio que el humo procedía de la zona de la guardería brincó el camellón y se fue en sentido contrario. Bajó y echó a correr: “¿Y los niños?”, preguntaba en su carrera.
Alguien le gritó que los tenían en una casa cercana. No reconoció a su hijo entre ninguno de los rescatados. Aunque afuera ya había muchos policías, Roberto no vio ningún uniformado dentro de la guardería, a la que entró sin pensarlo. El lugar estaba lleno de humo y él se quitó la camiseta para cubrirse la cara. A tientas buscó a su hijo en el área donde suponía que estaba, un espacio pegado a la bodega de la Secretaría de Hacienda. Agachadas o a gatas, varias personas revolvían mochilas y colchonetas en busca de los niños.
“Éramos como 15 personas y solamente teníamos una lámpara, todos gritaban pidiéndola”. Roberto alcanzó a ver cómo sacaban a cinco menores de la sala y varias personas comenzaron a gritar: “Ya no queda ningún niño”. Roberto salió y vio a varios pequeños en la banqueta, donde les daban los primeros auxilios. Ninguno era Santiago.
Imposibilitado de comunicarse con su esposa, pues en su trabajo tiene prohibido usar el teléfono celular, salió a buscarla. Martha, por su lado, ya se había enterado del incendio. A ella no la dejaron acercarse. “Los policías me empujaban con sus metralletas.” Comenzó así un penoso ir y venir por los hospitales y la morgue. Roberto y Martha tuvieron que ver a varios niños muertos y heridos en busca de su hijo. Cuando al fin identificaron a Santiago, a eso de las 23:30, Martha estaba acompañada del procurador del estado y del arzobispo de Hermosillo. De ese episodio recuerda apenas una bendición del prelado, una seña.
Roberto y Martha supieron entonces que Santiago había muerto dentro de la guardería. “No se dieron cuenta, estaban dormidos”, les dijo una maestra. “Mi niño fue de los primeros en morir, por intoxicación. Tenía una quemadura en un lado de su cara. Quise agarrar sus manos, pero no pude… estaban quemadas”, dice Martha, quien a estas alturas parece ya no tener más lágrimas.
“Él también era la mamá”
Roberto trabaja en la planta Ford, aunque no para la automotriz, sino para una compañía subsidiaria de pinturas. Antes, y por muchos años, fue repartidor de pizzas. Martha atiende a clientes que realizan compras por teléfono en Estados Unidos. Sus vidas se han trastornado al punto de que ni siquiera están en su casa, “porque no soportamos la ausencia”, sino en la de un familiar. El hueco les puede por igual porque, dice la mujer, “él también era la mamá de Santiago”.

El pequeño Santiago Zavala Lemas y su madre
Debido a la ventaja de sus horarios discontinuos, Roberto se encargaba muchas veces de atender al pequeño. Fue él, por ejemplo, quien lo vio dar sus primeros pasos y solía pedir permiso en su trabajo para atenderlo. Sabía todo de Santiago y todavía se asombra de que compañeros suyos no tuvieran idea de datos tan elementales como la primera gateada o la primera palabra de sus hijos.
Martha y Roberto, que depositaron las cenizas del pequeño junto a las de su hermanito, responden al unísono, encimadas las voces, cuando se les pregunta la edad de Santiago: “Tenía dos años, un mes y un día”.
“No me importan los socios de Bours”
Como una trabajadora de la guardería que ha dado testimonio público, y como muchos en esta ciudad, la pareja asegura que el 5 de junio no hubo sólo un incendio. “Hubo una explosión y hay vecinos de la guardería que nos aseguran que al iniciar el fuego vieron salir corriendo a dos personas de la bodega de Hacienda” (contigua a la estancia).
Los padres de Santiago le dan vueltas y vueltas a las versiones que corren en Hermosillo a la velocidad de la Internet. Versiones como la que dice que en la bodega de Hacienda eran ordeñados vehículos del gobierno estatal y por tanto almacenaban gasolina. O la que asegura que en el lugar se guardaban expedientes comprometedores que “alguien” quería desaparecer. “Nuestro punto es que no fue un accidente”.
Versiones todas rechazadas por las autoridades que este día ofrecen, en voz del procurador estatal, Abel Murrieta, la confirmación de lo que se sabía unas horas después del incendio: la trampa mortal que era la salida de emergencia y la “lluvia de fuego” en que se convirtieron los materiales en el techo. “Voy por todos”, amenazó el procurador, para luego reconocer que no encuentran al representante de la guardería que en 2005 recibió el dictamen que señalaba los riesgos para los niños. Mientras el procurador hablaba, se conocía que los socios de la ABC están solicitando el amparo de la justicia federal.
Mientras, Martha y Roberto siguen en los medios locales los llamados a “no convertir el dolor en odio” y a la resignación cristiana. No es lo suyo, aunque son religiosos: “Yo no me voy a poner a rezar un Padre Nuestro, sino a exigir que se haga justicia”, dice Martha.
También han conocido el llamado de una madre a “no destruir más familias”, en referencia a los socios de la guardería: “No creo que a los socios les importen las familias que destrozaron, de modo que a mí no me importan las familias de los socios de Bours (el gobernador). Y si a algunos padres les importan los socios, pues qué pendejos”.
Martha calla un instante su coraje. Habla Roberto: “¿Qué hubiera pasado si esto hubiese ocurrido en una estancia infantil de la socialité o en un colegio? Vamos a demandar, hasta que se resuelva y los responsables vayan a la cárcel”.
Martha se toma la molestia de sacar una foto de su marco, y la sostiene en sus manos antes de entregarla: “Quiero darle rostro a Santiago, que sepan que le gustaba mucho dibujar, que podía pasarse una hora viendo los detalles de un tren que nos pedía dibujarle”.
Por ahora, la pareja está en la otra punta de Hermosillo, lejos de la casa que paga con un crédito del Infonavit, lejos de su sección electoral.
–¿Van a ir a votar?
–¡Noooo! Ni nuestra familia, que es muy grande –dice Martha.
–Los de PRI y PAN son los mismos, nomás se cambian de playera –completa Roberto.
Luego, la mujer obliga al hombre a “confesar” que era priísta desde la preparatoria, aunque hace tres años votó por Felipe Calderón, porque le pareció “el menos malo”.
Este 5 de julio, Roberto tampoco irá a votar.

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